Por un lado, queda automáticamente evidenciado cuán asumido tiene la mujer su rol dentro de la sociedad, pues al tachar de puta a otra trae consigo una poderosa carga simbólica: es absolutamente condenado que una mujer posea una sexualidad libre; además, lo haga o no, se reprueba cualquier conducta que se aleje del cánon de lo asignado para lo “femenino”, poniendo el cartel de puta. Y por otra parte, se dilucida el fin supremo en la vida de la mujer: un lugar al lado de un hombre. Si no tiene un hombre al lado, se siente mutilada, a la deriva, cualquiera la puede “tomar” y entonces se convierte en un desecho social, pues no cumple con su deber cívico (ciertamente las leyes están configuradas en función de la asignación de roles).
Claramente, la mujer está luchando, pero es una lucha equivocada. En algo tan sencillo como las paredes de los baños se nota aún la diferencia. Entre hombres existe camaradería, no se ven unos a otros como competencias, pues ellos ya tienen un lugar en el mundo como partícipes directos. Ellos nunca han sido echados a un lado. La mujer ha tenido que abrirse paso en el mundo, sin embargo desconfían de sus pares, se temen, rechazan, se tratan de quitar del camino unas a otras. Y en ese afán de encontrar un lugar estable fácilmente pueden perder el norte y seguir perpetuando la desigualdad. Es necesario, entonces, avanzar juntas como seres independientes y libres, quemando cada vez más nuestro rol, hasta que no quede sino lo que realmente deseamos ser.
Escrito por Patricia Contreras.
Periódico anarquista El Amanecer