Rescatamos esta manifestación del espíritu de las comunidades nativas de América que es un modelo de inteligencia y que revela el caracter sagrado que tenía la tierra para ellas. Carta en respuesta al presidente de los Estados Unidos de América –en 1854– cuando propuso a las tribus dwamish y suquamish (hoy extintas por la traición, la fuerza bruta y las epidemias) la compra de sus tierras, ofreciéndoles a cambio una reserva:
“El Gran Jefe de Washington envió palabra de que desea comprar nuestra tierra… Nosotros hemos tomado en consideración su oferta porque sabemos que, de no hacerlo así, el Gran Jefe puede venir con sus armas a quitarnos nuestra tierra… Mas, cómo se puede comprar o vender el cielo, ni aún el calor de la tierra. Esta idea nos resulta extraña. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿cómo podrán ustedes comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada brillante aguja de pino, cada ribera arenosa, cada niebla en las maderas oscuras, cada altozano y hasta el zumbido de cada insecto es sagrado para la memoria y el pasado de mi pueblo. La sabia que circula por las venas de los árboles lleva consigo la memoria de los pieles rojas…/ El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es sólo agua, sino que también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos las tierras deben recordar que éstas son sagradas, y enseñar también a sus hijas que cada reflejo en las aguas del agua evoca los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes. Porque el murmullo del agua son las palabras de mi padre y de mi madre. Porque los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed y porque llevan nuestras canoas. Si les vendemos nuestras tierras ustedes deben recordar –y enseñarles a sus hijos– que los ríos son nuestros hermanos y también los suyos y que, por eso, deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano./ Sabemos que el hombre blanco no entiende nuestras razones…/ Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como objetos que se compran o se venden. Su apetito devorará la tierra y dejará detrás solo el desierto…/ No existe un lugar pacifico en las ciudades blancas, ni hay un sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o el zumbido de los insectos. Quizá esto también se deba a que yo soy un salvaje y no entiendo nada…/ Una cosa sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. Todo va enlazado, como la sangre que une a una familia…/ Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino de todos. Tal vez seamos hermanos, después de todo.”
Evidentemente, mientras el pensamiento “salvaje” nos revela una actitud de humildad frente a la naturaleza, un espíritu de integración, el pensamiento “tecnológico” acusa una obsesión por dominarla como consecuencia de una cultura fundada sobre el culto al poder, la competencia y la autoridad.
Palabras del Jefe Gayle High Pine:
“Los americanos no originarios de este continente –pese a estar en su mayor parte desequilibrados espiritualmente– están también obligados a actuar según las leyes del Gran Espíritu. Incluso para construir con hormigón sobre nuestra Madre y hacer sus edificios, han de seguir las “leyes de la naturaleza” en cierta medida, y si no lo hacen, sus edificios seguirán esas “leyes” cayéndose.”
Y sigue:
“No tenemos fronteras –somos todo lo que experimentamos, sabemos, sentimos– y ello entra en interacción con todo, haciéndonos pertenecer a la tierra entera (…) Nuestros cuerpos no crecen por el efecto de una elección o de una decisión, como tampoco nuestros espíritus. En condiciones trastornadas, nacen automáticamente actos inarmónicos y destructivos.”
Los integrantes de las sociedades primitivas citados anteriormente no eran seres fantásticos llegados de otra galaxia. Si su conducta es radicalmente distinta a la de quienes están sometidos por instituciones jerárquicas y autoritarias es porque dichas comunidades estructuraron sus instituciones en base a principios, auténticos, de igualdad y solidaridad, de modo que si ellas alcanzaron un grado de madurez y de convivencia superiores, ¿acaso es tan inconcebible que pueda alcanzar el mismo nivel una humanidad hoy desintegrada por el canibalismo civilizado de la competencia y agredida por la violencia de los sistemas de poder?
Si tenemos como meta un destino humano superior, ideal del comunismo libertario, debemos reconocer entonces, que el progreso técnico, realizado en contra de la naturaleza y del hombre, no podría considerarse un progreso sino una degradación. Algo exactamente opuesto a la “sabiduría”. Y así seguirá siendo mientras la suerte de la humanidad –a menos que logre conformar una sociedad autogobernada y autogestionada– dependa de las decisiones y los intereses espurios de una “clase dirigente”.
Extraído desde: Semilla de Liberación